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sábado, 5 de febrero de 2011


Olas. El mar. Despierto. Un rayo de sol entra por la ranura del cristal. No hace frío. No hace calor. Se está bien.
Olas. Estiro el brazo y enciendo el móvil. 8:49. Buena hora. Dejo que pasen los minutos. No tengo prisa. Me siento bien.

- Buenos días - susurran desde algún lado. Es él. Abre la puerta, intentando hacer el menor ruido posible. - ¿Qué tal? ¿Has dormido bien?

Se acerca. Su pelo está mojado. Se puede notar el salitre en el ambiente. Le miro. No digo nada. Él tampoco. Observo como una pequeña gotita salada recorre su sien hasta la barbilla. Sonrío. Sonríe. Toco su pelo mientras enredo mis dedos en sus mechones. Están empapados. Jugueteo. Le hago todo el pelo para atrás aprovechando que está mojado.
Se percata de ello y se acerca a la ventana para ver su reflejo. Se ríe. Yo también.
Me acerco hacia él y, mientras peino su pelo, le doy un beso. Un beso extraño. Salado pero a la vez dulce. Agradable. Tierno. Me acurruco a su lado mientras observo como las olas rompen en la orilla. Mientras saboreo el olor del mar. Mientras dejo que los rayos de sol calienten mi piel.

- Buenos días - le contesto. - He dormido maravillosamente. Tanto que aún creo que estoy soñando.
- Pues no es así - me da un leve pellizco. - ¿Ves? Estás despierta.
- ¡Ayy! - me quejo y me tiro encima de él.
- ¿Qué me vas a hacer? ¡Socorro! ¡Socorro! - grita divertido.

De repente siento un estremecimiento dentro de mi estómago. Hambre.
- ¡Te voy a comer! ¡Porque tengo muuuucha hambre! - le contesto. Y me dejo caer sobre su pecho.
- ¿Me esperarías cinco minutos? Volveré, ¿eh? - dice vacilante.
- Hmmm... ¿Prometido? - pregunto.
- Prometido - sonríe.

Me da un beso corto. Salado. Rápido. Y se marcha.
Me acerco a gatas a la puerta. Me siento en el borde. Mis pies llegan al suelo. Estoy descalza. Camiseta extralarga. Pantalones cortos. Pelo suelto y enredado. Y las olas ahí, enfrente mía. Me levanto. A pocos pasos ya tengo la arena bajo mis pies. Llego hasta la orilla. Lentamente. No hay prisa. Allí no hay nadie. Allí sólo están el mar, la arena y yo. Una ola rompe en la orilla y alcanza mis pies. Está fría. Retrocedo vacilando las demás olas que me quieren alcanzar. Juego con ellas. Con la arena. Me percato de que alguien me mira. Sí, es él. Está sentado en la parte trasera de la furgoneta, observandome risueño.
Me dirijo hacia él.

- ¿Qué me habías dicho que querías para desayunar?
- Mmm... creo que no te había dicho nada - le contesté dudosa.
- Ah, ¿no? Vaya... con la de cosas ricas que te he traído...

En ese instante me doy cuenta de que, sobre la manta donde dormía hay una cajita con varios mini croissants, dos vasos de café, zumos, magdalenas, cuadraditos de mermelada, mantequilla, chocolates, natillas...

- ¿Pero todo esto qué es? - digo asombrada.
- Nuestro desayuno. Son dos leche y leche, ¿eh? No les vayas a echar azúcar.
- Esque eres un cielo grande grande - le digo mientras me avalanzo hacia él.
- ¿Tan grande como esta playa? - me pregunta divertido.
- No. Mucho más. Como ese de ahí arriba. - contesto apuntando mi dedo hacia el infinito.
- Ah... menos mal - y me abraza.

Y me doy cuenta. Me doy cuenta de lo feliz que soy. Una felicidad compartida. Una felicidad en la que, en ese momento, nada es importante. Excepto el mero hecho de estar allí los dos. Allí donde el sol ilumina cada granito de arena. Donde las gotitas de agua que traen las olas se las lleva el viento, llenando los cristales de marisma. Allí, donde nada importa. Excepto él y yo.

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